PONIENDO EN VALOR.

Rebusco en mi memoria lo que quiero que sea y construyo.
Y viene la abuela.
Hubo una época en la que ir al pueblo con la abuela era la mejor de las vacaciones. 
Se hacían eternas.
Esa colmena de la ciudad donde los niños se relacionaban a voces desde los barrotes de balcón a balcón en el patio de luces, esos descampados alrededor del bloque donde se libraban batallas, ese trozo de ladrillo planito que se atesoraba porque deslizaba bien en el juego de la tajuela, ese cole que parecía inmenso,
 colonizado por docentes con uniforme religioso, gris, rígido. 
El humo, el ruido, las luces pasaban a un segundo plano.
Llegaba el verano y era un salto cuántico colonizado por el canto de los grillos al atardecer, el trino de mil pájaros al amanecer y de las lecciones de vuelo de las golondrinas hacia las fachadas  de las casas y los aleros en las horas de más calor. 
Dejaba la merienda de Nocilla o Donuts, quien se la podía permitir, y nos empaquetan al pueblo metiendo la ropa de ciudad, aquella muda que, en el mejor de los casos, se había comprado para el postureo con la etiqueta de el Corte Inglés  y se presumía que el año siguiente sería  para el hermano de detrás.
Y comenzaban los bocatas de mantequilla con azúcar, los rosquillos fritos, la leche ordeñada en la mañana por la abuela y el bocata de tortilla francesa con huevos de corral para cenar en la calle. 
Dormir hasta que nos dolía el cuerpo, las charlas en la sombra del calor sofocante a la hora de la siesta que mantenías con los amigos nuevos que venían de otras ciudades. 
Así aprendíamos en unos días más geografía que en todo el año en la escuela.
Los baños en el río ofrecían posibilidades inmensas de conocimiento del medio.
Coger moras, cazar moscas, ir al huerto y usar como vasos pimientos vaciados, tomar el fresco hasta que te quedabas dormido en el alda de la abuela que cotorreaba en el soportal de la vecina confidencias a media lengua.
Así aprendíamos también habilidades de comunicación. Para no hacer daño, para decir sin decir.
Esos veranos eran muy productivos,
porque no había nunca soledad, porque se aprendía mucho de la vida, porque eras libre para escoger que te gustaba de verdad.
No había viajes al extranjero que pagar durante el resto del año. Los idiomas se aprendían después, cuando los necesitabas para expandir tus relaciones. 
Primero había que comprender lo esencial simplemente viviéndolo.
Porque quien busca lo esencial sólo engullendo, luego no sabe buscarlo en las tripas. Solo sabe reproducir lo que se ha grabado como una letania.
Que valor tenían esas abuelas que olían a jabón casero!
Nos regalaban tanto sin adoctrinar..., y al final del verano nos regalaban la chaqueta nueva tejida en el corrillo de la calle presumiendo que la que traíamos nos quedaría corta de mangas.
Presumiendo que lo que habíamos aprendido en todo el curso en el cole de la ciudad, se nos quedaba chico y había que volver para  buscar algunas respuestas más, ellas se esforzaban desde la invisibilidad de su generoso esfuerzo en darnos todo lo que estaba a su alcance.
Se repetían que para ser, es preciso que exista la posibilidad. Y ellas eran, por encima de todo, posibilitado ras de algo que se abocaba a la extinción.
Que invisibles eran las abuelas del pueblo con sus lecciones de vida, de amor, de moral, siempre con el único pago de saber que bien nos venía el verano y que siempre estarían vivas en el recuerdo, en la construcción de lo de verdad.
Que solas se quedaban de nuevo después del verano, durante el invierno.
Y esos veranos siempre eran rentables. Aunque no hubiera movimiento de dinero, aunque todo pareciera lo mismo cada año. 
Pero no. 
Cada año la oferta era distinta. 
Cada año ella eran un año más vieja y nosotros un año más mayores.
Todos los niños chicos deberían tener pueblo, primos y abuelos.
Que difícil es hoy buscar esos espacios de equilibrio donde se hibriden emociones y la riqueza de lo simple, con la importancia de lo que nos resulta más complejo.
Que importante es la esencia y el descubrimiento de esa filosofía tierna que nunca caduca.
Nuestros niños han crecido en estos 20 años, pero han nacido muchos más en el recorrido.
En los Foros de Maternidad de Vía Láctea y Nou Mon disfrutamos de un espacio diferente, donde los niños encuentran su universo en un bosque, su pandilla de cualquier parte, su círculo de adultos como referente. 
Un lugar donde los adultos no se sienten antiguos y cargan las pilas con conocimiento y descubren la posibilidad de volcar lo que son sin miedo, sin juicio, con valor propio.
Solo sabrás de que hablo si vienes a comprobarlo. 
Si te lo cuento lo engulles, si lo vives lo gozas.
Atrevete y date la oportunidad  de gozar. 
Foro de maternidad de Vía Láctea y Nou Mon.
forovialacteanoumon2023.blogspot.com

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